El burro de los 7 chicos es una leyenda urbana del siglo XIX en la ciudad de Córdoba, que Silvia Magaña Martínez recopiló y adaptó en este texto.

Sobre el camino pedregoso que conduce a un antiguo convento, una sombra domina el espacio. 

Ciudad de Córdoba, Argentina

Finales del siglo XIX

Una farola a kerosén ubicada sobre la calle San Luis, hoy conocida como Duarte Quirós, guía el camino de un jinete que regresa a la ciudad tras un largo viaje. A lo lejos se logra escuchar el murmullo de las fiestas nocturnas que se organizan en una plaza cercana. Mientras galopa, el hombre se imagina en el lago bajo la luz de la luna, acariciando el reflejo de su joven prometida. El recuerdo de las melodías que interpretan las bandas de música los fines de semana es embriagador pero se esfuma rápidamente como una burbuja de jabón que se interna en el ojo del huracán. En una fracción de segundo, el idilio se transforma en uno de los episodios más terroríficos que los habitantes de la ciudad de Córdoba aún recuerdan.

Por aquellos tiempos, el Ayuntamiento dispuso estrictas normas de circulación que dejaron las calles en soledad y a merced de lo desconocido. Después de las 23 horas en invierno y de 24 horas en verano, quedó totalmente prohibido recorrer las calles sin luz y montados a caballo. Los únicos exentos de la norma fueron quienes entraban o salían de la ciudad por motivo de viaje.  En la penumbra, las sombras de vivos y muertos empezaron a confundirse.

Al llegar a la acequia que colinda con el patio trasero del Colegio Santo Tomás de las Escuelas Pías, un burro montado por siete chicos aparece de golpe y se pierde entre  un matorral compuesto por menta, berro silvestre, poleo y suico. El animal se pasea lento, bordeando el curso de agua acanalada que proviene del pueblo de La Toma, el territorio sagrado de Los Comechingones. Las bifurcaciones que se extienden a lo largo de 28 cuadras sirven para regar a las quintas de los alrededores y alimentar al lago artificial del Paseo de las Alamedas que años más tarde llevaría por nombre Sobremonte

Los pequeños están vestidos con sus mejores galas pero parecen muertos. Son cuerpos tiesos, marchitos, ausentes de llanto y sepultura que ignoran las aves maría y los padres nuestro de quienes los miran. No hablan y tampoco respiran. Tienen los ojos nublados y despiden el típico olor dulzón que emana la carne podrida. 

Con el pasar de los días, las apariciones empezaron a repetirse con mayor frecuencia y el burro de los 7 chicos se convirtió rápidamente en el arquetipo de los horrores que creemos olvidado. El agua, elemento básico del bestiario alquímico cordobés, parece sumar un espectro nuevo que compite con el  famoso perro del Santo Tomás, una criatura negra y de ojos fluorescentes que araña el suelo en su salvaje carrera hacia los cañaverales mientras busca desesperadamente a su dueño.  El animal se aparece en el tramo que abarca  todo el contrafrente del colegio, en el punto exacto donde se aloja un convento que corre paralelo al canal, y también en la cuadra de la calle Bolivar que desemboca en el concurrido lago de La Alameda. Completado el trayecto, el jumento desaparece, explota, dicen algunos.

Cosas terribles ocurrieron cuando el burro apareció. El onagro se convirtió en una especie de mal agüero, un martes 13 de los presagios que se confirmó en 1876 cuando un huracán arrancó de cuajo parte de la arboleda del Paseo. Otra manifestación de su influencia maligna ocurrió en 1867. En esa ocasión, Córdoba atravesó  una devastadora epidemia de cólera que se llevó las almas de propios y extraños, entre ellas la del reconocido Remigio de los Angeles Ustaris, el primer cordobés de pura cepa que la ciudad forjó. A la suma de todos los males debemos agregar también los acostumbrados desbordes de la Cañada que, en más de una ocasión, inundaron el centro de la ciudad. 

Los testimonios coinciden en afirmar que el borrico se desplaza en silencio, quizá como una forma de escapar al dominio que Lucifer ejerce en los mortales a través de la melodía que generan los rebuznos.  En las tinieblas, el canto de los burros atrapa el alma de los pecadores para alimentar los deseos perversos del inframundo. Es por eso que en el silencio de la bestia encontramos la clave que hechiza a los profetas e iluminados que a lo largo de los siglos eligieron la compañía de su dócil pereza. Dentro de la  dualidad de su presencia se esconde un poco de Dios y del Diablo que te atrapa. 

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El enigma también incluye al origen de los chicos que pasea. La criatura, si se permite la expresión, es un simple vehículo del horror que adquirió fama por la carga mortuoria que ostenta. Respecto a los infantes, las explicaciones también se oponen. La línea que separa la virtud con el pecado es difusa. – Es Dios que nos recuerda nuestros pecados, dicen algunos. -Son los santos sacramentos, afirman otros. En la mitad de las dos posturas, los iniciados en las artes oscuras observan puertas interdimensionales, pasadizos secretos de otros tiempos y los reflejos de las estrellas del firmamento y de los Durmientes. Pero más allá de las cualquier consideración metafísica, la pregunta sobre cómo murieron los pequeños continúa siendo un total misterio. Si es verdad que se trata de una maldición,  ¿qué poder maligno tiene la capacidad de ocupar los cuerpos incorruptos de los angeles? Si son las almas de niños ahogados, ¿por qué la noticia nunca apareció en los diarios?

Otro elemento fundamental que no se puede obviar es el tremendo significado que aporta el número 7 en esta historia. Las evidencias de su poder están perfectamente documentadas en los mitos de la antigüedad y en los libros sagrados de los dioses. El 7 es un número mágico que nos remite a los pecados capitales pero también a los santos sacramentos, a los principio herméticos, a los sabios, a las 7.000 estrellas que se pueden observar desde este punto del planeta y a las 7 puertas que debe abrir el alma en su trayecto hacia la eternidad. Existe un valor bíblico y mitológico tan  profundo que desde el inicio de los tiempos acompaña a este número. Todo es siete, siempre 7.

En la Alameda, uno de los refugios del burro,  la atracción principal es el espejo artificial de agua  de 120 varas de largo en donde navegan las familias y los enamorados. El lugar está custodiado por viejos álamos, sauces llorones y una verja amarilla de hierro  que contiene placas alusivas a gestas heroicas y hechos destacados.  Los fines de semana, la banda oficial de la provincia alterna con pequeños grupos musicales que animan las tardes hasta bien entrada la noche mientras los vendedores ambulantes ofrecen golosinas a los transeúntes. De su particular belleza se ocuparon tanto la pluma de Domingo Faustino Sarmiento como la de  los periodistas y escritores que cronicaron los alegrías pero también los hechos paranormales que ahí ocurrieron. 

Al burro parece gustarle el agua y la vegetación. Se pierde entre las sombras que producen los árboles añosos de la Alameda y en los yuyos de la acequia que sirven de alimento a los animales de los viajantes que utilizan la posta como descanso y abrevadero. Siempre aparece de noche, cobijado por la soledad de las calles. A pocas cuadras de ahí, las personas acuden a misa, se pavonean por las plazas adoquinadas y realizan las faenas típicas de la incipiente urbe. En la ciudad sobran las iglesias y los edificios de corte europeo que contrastan con los ranchos y caseríos apostados en la periferia.

Todas las noches, las campanas de la iglesia mayor advierten a los distraídos el obligado regreso a casa. Con el burro de los siete chicos suelto, nadie se anima a caminar de noche por el temor de encontrarse con el fantasma de cuatro patas y quienes tuvieron la mala suerte de encontrarlo aseguran que de nada sirven los rezos.

Bao las sombras, el embriagante olor de las hierbas frescas desaparece. En su lugar, un tufo rancio parecido al moho domina la escena. A escasos metros, el fantasma del último ajusticiado coquetea con la pelada de la Cañada mientras una gallina gigante y un cerdo endemoniado se confunden con las sombras proyectadas de los barrancos que dividen al Abrojal con el Pueblo Nuevo.

Se cree que con la construcción del Puente del Paseo, el burro, acompañado de otras sombras, emigró desde los arrabales hacia la comodidad de la acequia, hastiado de la vulgaridad que lo consumía. Su aparición se tomó como una advertencia para los pitucos de la ciudad que tanto se afanan en afirmar que no creen en fantasmas pero que por debajo de la mesa reconocen que les tienen miedo, mucho miedo.

Desde la Cañada, las sombras de las orillas se confunden con los finos modales burgueses y el polvo de las chacras que arrastra el viento. Desde ahí, el hedor de los camposantos que brota de las alcantarillas se abre paso entre jaranas de cuchilleros de los bajos fondos del río.

Sin importar dónde empieza la verdad y cuándo termina la mentira, la leyenda del burro de los 7 chicos es real para quienes la experimentaron o creyeron hacerlo. Los fantasmas, espectros y bestias no son otra cosa que el resultado de la suma de pensamientos que se validan y resisten el paso de los tiempos.

Hoy, el Santo Tomás permanece intacto como pieza única de un rompecabezas inconcluso. El paseo de las Alamedas, lugar a donde parece dirigirse el fantasma, perdió el lago y una parte del encanto que atrajo a las primeras familias de la ciudad imaginada por el marqués. La acequia, junto a los matorrales y al pequeño bosque de talitas, molles y cañaverales que dieron cobijo a los fantasmas también desaparecieron.

Con el paso de los días, los monstruos se mudaron a la parte más oscura del pensamiento desde donde esperan recibir un nuevo llamado que los convoque. Es sano pensar que habitan lugares alejados del estrés que produce el exceso de urbanidad. Sin embargo, también puede pasar que algún día reaparezcan sin la carga emocional inyectada del pasado, con otras formas y nuevas reglas que los hijos de nuestros hijos contarán en el futuro. 

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