El lobizón de Calamuchita, es un relato escrito por Silvia Magaña y que está basado en un hecho real. tanto los nombres de los personajes como de algunas situaciones fueron modificadas para preservar la identidad de los involucrados.
Historia del Lobizón de Calamuchita
Un séptimo hijo varón maldito…
Perros mitad humano que se alimentan de cadáveres…
Una bestia mítica tan antigua como el pensamiento mismo…
¿Puede la luna llena despertar el lado salvaje de las personas?
De ser así, ¿qué relación existe entre este insólito fenómeno y la leyenda de los hombres lobo?
Quienes afirman que seres de ese tipo conviven con nosotros todo el tiempo, ¿tienen alguna prueba real que lo confirme?
Trataremos de encontrar algunas de las respuestas.
Calamuchita, Córdoba
Marzo de 1981
En el centro-oeste de la provincia de Córdoba, Argentina, el cordón montañoso esconde oscuros secretos que se deslizan entre las ramas de los espesos montes.
En un tranquilo pueblo del distrito, un grupo de adolescentes se reúne a la orilla del lago con el firme objetivo de conseguir un poco de adrenalina. El juego que se supone les ayudaría a descubrir los misterios de la vida se convirtió, sin desearlo, en la puerta misma del infierno.
La historia comienza un viernes santo, fecha en que los demonios tienen permiso para seducir a los mortales.
Es casi medianoche y José regresa a su casa después de un día intenso. Rechaza las tradicionales empanadas de vigilia que todos los años prepara la abuela para esta fecha y sin probar bocado, se va directo a la cama.
Con el estómago revuelto y fuertes dolores de cabeza, intenta mitigar las dolencias cerrando los ojos pero la situación, lejos de mejorar, da un giro inesperado.
En lo que parece un sueño, violentas imágenes ingresan a su mente al mismo tiempo que murmullos de voces agudas lo invitan a realizar actos impuros.
Siente su cuerpo transformarse en algo parecido a un perro enorme lleno de furia.
Sus extremidades, al igual que su espalda, forman un arco perfecto mientras que de los ojos le brotan espesas lágrimas oscuras.
Intenta llamar a sus padres a los gritos pero la lengua se le hunde al paladar, dejando escapar sonidos feroces que solamente él escucha, entrecortados por afilados colmillos.
La metamorfosis, al igual que su martirio, concluye con un fuerte dolor en el pecho que le hace perder la consciencia.
Bañado en sudor, cree despertar de una terrible pesadilla.
A la mañana siguiente, decide contar lo sucedido a la familia durante el desayuno. Como puede, omite detalles de la experiencia en el lago y del aire frío que tragó durante la sesión espiritista organizada por un grupo de amigos. En el más profundo de los silencios, esconde también la herida en forma de cruz que le asoma en el pecho izquierdo.
Durante un largo período de tiempo, la vida en el pueblo transcurre sin novedad aparente. Los estigmas desaparecen y las visitas al lago se repiten con regular frecuencia. Sin embargo, la calma que anticipa al huracán aparece acompañada de sueños en los que embelesado observa a una entidad siniestra que le devuelve el reflejo del lago.
A partir de ahí y sin razón aparente, los episodios de furia intensa que lo obligan a buscar refugio en lugares apartados aparecen de manera casi instintiva. Ausente de humanidad, corre desnudo hacia los oscuros matorrales en los días de luna llena mientras la ira, el peor de los pecados, le carcome las entrañas.
Conforme el cuerpo de José crece, los rumores de la existencia de un lobizón se expanden por todo el valle. Imagina ser la propia reencarnación de Nazareno, el protagonista de una película que lo atormentó de niño y que ahora deambula en los carnavales de San Vicente, perseguido por una turba enfurecida que jura cazarlo.
Durante la vigilia del sueño, el joven empieza a escuchar un murmullo lejano que repite su nombre y lo invita a experimentar el placer que produce atormentar el cuerpo ajeno.
José resiste todo, incluso las habladurías de quienes lo bautizan como el lobizón y que por error le adjudican hechos aberrantes.
Porque él, a diferencia de otros seres de su tipo, nunca se revolcó en estiércol ni tampoco fue el séptimo hijo varón y quienes conocen sus trasmutaciones pueden dar fe de que jamás probó la carne humana o molestó a las gallinas de los vecinos.
Contrario al mito, recuerda como si fuera ayer todas y cada una de las batallas que libró contra los espíritus que lo poseían. Al cerrar los ojos se observa desnudo, corre por el monte como un animal herido y puede escuchar sus propios aullidos que se confunden con el rasqueteo de uñas sobre las piedras. El deseo de arrancarse las entrañas y expulsar la energía que lo motiva le recorre el cuerpo como millones de gusanos infectos que aspiran a la inmortalidad de los dioses.
En el recuento de los daños, José memorizó la cantidad de veces que intentó romper el maleficio y regresar al momento justo en que el último hechicero lo abandona antes de finalizar el exorcismo. Lamenta el tiempo que perdió hablando con psicólogos, curas y brujas que le asignaron terapias, medicamentos y brebajes que en la práctica no le sirvieron de nada.
Para protección de propios y extraños, los días de luna llena y durante toda la semana santa, prefiere dormir bajo llave dentro de un galpón oscuro, acompañado de un crucifijo que hasta el día de hoy lo acompaña.
Tres décadas le bastaron para comprobar que el miedo y el dolor que provocan las fuerzas paranormales no son simples barreras metafísicas que se superan en el plano conceptual. La gota de amor que recibe de su familia no alcanza para extinguir el incendio que le devora los huesos durante los días santos. Fue quizá por eso que la idea de sacrificar su cuerpo aparece como la única alternativa para terminar con su martirio.
Agotado, elige un cerro cercano al lago que extrañamente tiene fama de atraer a las almas desorientadas. Sube al montículo para observar por última vez la majestuosidad del cielo que lo acompañará hacia el más allá. Decidido, promete dejar de ser el animal sin dueño que juega a ser Buda que renunció a ser Dios y también se olvidó de ser hombre.
Quiso el destino, o la buena fortuna, que en la cima se encontrara con una vieja amiga de la infancia que regresaba al pueblo.
Tras una larga charla, ambos emprenden el descenso hacia la tradicional confitería del centro que solían frecuentar los fines de semana. Mientras conversan, José olvida por un momento el pesado lastre que le consume el alma. Su amiga le recuerda los tiempos en que todo era tan simple que cualquier problema se resolvía con una carrera de bicicleta rumbo al lago. Palabras más, historias menos, la confesión sobre el verdadero motivo de la visita al cerro surge de manera espontánea. En ese momento, José se entera del poder oculto de Rosalía.
Convencida de que una fuerza suprema orquestó el encuentro, la joven hechicera expone su estrategia para ayudar a su amigo.
El día acordado, José permanece sentado en una silla, atado de pies y manos, mientras el resto de los invitados forman un círculo protector elaborado con cenizas, mirra e incienso que se esparce al ritmo de poderosos conjuros cuyos orígenes datan de la tradición salomónica.
Con la caída del último rayo de sol, el exorcismo comienza. En cuestión de segundos, las tinieblas dominan el ambiente. Una bruma espesa recorre todos los rincones mientras el viento frío agita las pesadas aguas del lago. A la danza del infierno se une la visita inesperada de nueve demonios que alguna vez pertenecieron a una sociedad secreta.
El círculo guardián concentra los esfuerzos en preservar el cuerpo del joven que se retuerce sin descanso.
Separar a la bestia de la parte humana no es tarea fácil. Se escuchan gritos, maldiciones e intentos de los demonios por romper la ronda.
La batalla dura toda la noche y es tan intensa como agotadora.
Mientras se desarrolla el exorcismo, los presentes observan la verdadera cara de los espectros que alimentan al lobizón. Del hocico de la bestia emerge un enjambre de langostas desesperadas por regresar al punto de origen.
El ritual, sellado con un aullido que se escucha en todo el valle, termina en el mismo lugar donde todo comenzó.
Hoy, José continúa viviendo en el mismo pueblo, trabaja rodeado de papeles y carga consigo un rosario que lo protege. De vez en cuando se sorprende mirando a la lejanía, extrañando al monte que tantas veces le sirvió de abrigo e ignorando a la luna que de vez en cuando le coquetea.
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